Yo amo, tú amas, él ama…
El quid de la afectividad del ser humano está en sentirse amado y en poder amar.
Lo que se necesita para ser feliz no es una vida cómoda sino un corazón con capacidad de amar, enamorado de la vida.
Cuidar mi corazón, hacerlo GRANDE para que quepan más personas, no cerrarlo para evitar «problemas». Entonces dejas de conjugar el verbo AMAR y te quedas en «yo me amo» y «tú me debes amar». Por ser yo quien soy ( suena irónico, pero es asi).
Podemos preguntarnos: ¿Cómo es mi corazón? ¿Grande, abierto a los demás?¿O tengo el corazón duro, el corazón cerrado? ¿Dejo que mi corazón crezca? ¿Tengo miedo de que crezca? El corazón crece siempre con las pruebas, con las dificultades, se crece como crecemos todos nosotros desde niños: aprendemos a caminar cayendo, del gatear al caminar, ¡cuántas veces hemos caído! Pero se crece con las dificultades. Y si huimos de esas dificultades y no las afrontamos, caemos en la dureza y la cerrazón del corazón.
¿Yo tengo un corazón testarudo? Cada uno que piense: ¿Yo soy capaz de escuchar a las demás personas? Y si pienso de otro modo: ¿Soy capaz de dialogar? Los obstinados no dialogan, no saben, porque se defienden. Se sienten «atacados» en su seguridad.
Un corazón que ama tiende a UNIR, aunque no evita el dolor, aún dolorido, sabe salir de si mismo en lugar de cerrarse.
Pero también es verdad que cada uno ha de proteger su corazón.
De ahí también la importancia de amarse (que no es orgullo ni egoismo) y de sentirse amado para entrar en un verdadero equilibrio afectivo.
De eso se trata, de equilibrar nuestra vida amando, saliendo de nuestro falso ego y queriéndonos sanamente: aceptándonos como somos.