El silencio tiene su encanto si es del bueno.
Hay dos silencios, el que llena, y el que angustia.
El que angustia es ese que estás con alguien y que crea barreras, cuando no sabes de que hablar, que un minuto es una eternidad, que parece un vacío inmenso.
Hay otro que llena, que es bueno, necesario, imprescindible para alcanzar la felicidad. Este lo queremos eclipsar de nuestras vidas y nos equivocamos.
Creemos que «debemos estar en activo» todo el día. Estamos conectados a todo tipo de ruidos. No queremos estar a solas con nosotros mismos, con nuestra realidad. Para avanzar hay que parar; despojarse de todo lo superfluo y ponerse delante de un espejo (del espejo del alma) para vernos como somos y poder virar para cambiar lo que debamos cambiar.
Si no somos capaces de buscar ese silencio estaremos en permanente huida hacia adelante y la huida nunca es buena porque quien huye no afronta.
El silencio «mola» porque nos da una oportunidad de analizar y de valorar cómo vamos. Parones buenos que sanean nuestra existencia y nos refuerzan en lo positivo. Parones que nos ayudan a oír las olas del mar, el susurro del fuego, el canto de un ruiseñor. Parones que nos ayudan a oír el sollozo escondido de quien está a nuestro lado. Silencio necesario para poder darle la mano y ofrecerle nuestro hombro para llorar. Los dos en silencio. Sin preguntas sólo comprendiendo, sin más.
Silencio necesario porque el ruido ahoga las almas y nos impide escuchar nuestro interior y el de los demás. Lo importante llega bajo susurros.
No tengas miedo al silencio. No tengas miedo a encontrarte contigo mismo. Recuerda que el miedo paraliza.
El silencio lo necesitamos.
Cuidado con el exceso de ruidos. ¿A qué tienes miedo? ¿Qué te cuesta afrontar? En ese paseo en silencio quizá escuches la respuesta. Sin cascos.